jueves, 3 de febrero de 2022

¿Soy rebelde porque el mundo me ha hecho así?

Decía esa famosa canción del siglo pasado: "Soy rebelde porque el mundo me ha hecho así" No diría yo tanto. En mi caso creo que es un cúmulo de circunstancias y entre ellas la edad influye bastante, porque ya no hay tantas vergüenzas ni respetos humanos. Mi rebeldía es de baja intensidad. No soy provocadora.

Últimamente me salto ciertas normas de mi Banco porque me doy cuenta de que no pasa nada y de que es reconfortante hacer el bien. No digo que yo sea mala, pero al seguir a rajatabla las normas, muchas veces me sentía un poco despreciable, colaboradora en esa marginación a los mayores de la que ahora se habla tanto. Espero que este movimiento de los ancianos para que la banca no les excluya tenga resultados positivos.

Ahora cobro el impuesto o el recibo al no cliente que viene desesperado, en peregrinaje por distintos Bancos que sí siguen el protocolo sin desviarse un milímetro y que le mandan a paseo por no ser cliente, por no haber pedido cita, porque ese no es el día de los recibos, porque no tienen caja o, porque están tan, tan quemados, que los problemas ajenos les importan bien poco al tener demasiado llena su propia mochila de agobios.

Hoy venía en esa situación un señor indio. Algo pasaba en su impuesto y el "sistema" no me lo admitía, me daba error y error. Pacientemente ha esperado a que realizara la consulta pertinente a ese centro de ayuda que utilizamos constantemente porque las incidencias son constantes y variadas.

El hombre estaba tan agradecido que no cesaba de decir:

-Usted es muy buena, muy buena persona.

De verdad que he estado a punto de la lagrimilla, me ha emocionado. Me ha anotado las señas de su bar y me ha invitado a ir por allí asegurándome que tiene una terraza muy agradable para tomar cualquier cosita.

¿Y como voy a negar el ingreso al viejecito que desconoce el horario de caja y que ha venido andando torpemente con su bastón con mil euros en el bolsillo?

También me parece justo cancelar "porque sí" una cuenta de un difunto con 40 euros de nada y dárselos a uno de los hijos, sin meterme en el guirigay legal de una testamentaría para que los abogados del Banco me digan que hay que repartir entre los cuatro hijos. Porque después de tantos años conozco a las familias y sé cuando se pueden hacer excepciones. Porque llevar lo legal hasta el extremo muchas veces es absurdo.

Así estoy, en un momento de mi vida en que  a veces puedo convertirme en "Santa Zarzamora" y otras veces siento que me pongo roja como un diablillo y deseo rebelarme contra las imposiciones de la banca. 

Debo decir que tengo ahora jefas que no se meten en nada de lo que yo hago y son mucho más flexibles con la "normativa" de lo que era en su día mi antigua jefa Lupe. Son de las que piensan que si se siembra atendiendo bien a la gente, aunque no sean clientes, en un futuro eso va a repercutir en la oficina para bien.

Hoy, después de mi jornada laboral, tenía que ir con mi tía, la que está en una residencia, a una revisión de los audífonos. No conozco a ningún anciano que esté satisfecho con ellos. 

La tarde era estupenda. Iba caminando con calma por el sol y pasaba por delante de colegios y jardines con papás y niños. Sentía el sol en mi cara y el calorcito de esta tarde primaveral en febrero. La mascarilla iba arrugada y guardada en el bolso. Ya me dan igual las leyes, llevo meses sin usarla al aire libre.

Veía a madres con sus niños recién salidos de clase. Todos enmascarados. Niños jugando al fútbol en un una pequeña pista. También embozados. Sus mamás charlaban cerca. Con sus mascarillas, por supuesto. Me ha dado mucha pena. Porque si mis hijos tuvieran edad escolar lucharía con todas mis fuerzas porque no llevaran ese trapajo asqueroso  ocho horas al día, incluso en el recreo. Probablemente no conseguiría mucho, pero en cuanto mis niños salieran del colegio se lo arrancaría y les diría "hijos, respirad profundo, que habéis estado a medio gas un montón de horas"

Pero lo que veo es que esta generación de cuarentones ha normalizado toda esta aberración y no se quitan la mascarilla más que para ducharse. No sé si hay esperanza.

En estos pensamientos iba cuando he llegado a la residencia de mi tía. ¡Qué pereza! Me pongo la mascarilla azul cielo, la más ligera, entro, y relleno el papel habitual de absurdeces "pandémicas" donde indico que vengo a buscar a mi tía, no tengo síntomas de nada y no la voy a poner en peligro.

Entrego el papel y el vigilante saca su "pistola-termómetro"

-Le voy a tomar la temperatura

Como siempre. Llevo meses dejando que un ordenanza me tome la temperatura para ver a mi tía, que paga un dineral por estar en una residencia.

Algo me pasa hoy. No lo pienso.

-No, no me va tomar la temperatura.

El hombre se queda perplejo. He debido ser la única en todos estos meses que dice no a algo que es una tontería, no es invasivo. Lo cómodo es aceptar. 

-Son las normas. Le tengo que tomar la temperatura para ver a su tía. No puede pasar a buscarla.

-De acuerdo, pero como tiene una cita para los audífonos, que la bajen aquí y me la llevo. No me importa. Puedo esperar en la calle incluso.

El hombre dice que va llamar a la auxiliar, a la enfermera... No sé bien. No me importa. Se organiza un pequeño revuelo. Imagino que no saben como manejar este inconveniente imprevisto. Yo espero. Mi pequeña rebeldía está generando molestias. Me gusta. No sé si me he convertido en diablillo o en un grano en el trasero.

El conserje me dice que como la norma (maldita norma) es tomar la temperatura, que mi tía no puede bajar

Me estoy empezando a enfadar.

-Vamos a ver ¿Esto es una residencia o una carcel? Yo no subo, pero ella sí puede bajar.

En ese momento se rompe esta dinámica que no lleva a ningún sitio, este absurdo sin ningún respaldo médico, ni lógico, este obligar porque sí, por normativas incuestionadas que salen de protocolos ideados por estúpidos anónimos y que se mantienen por inercia, aunque las situaciones cambien. 

En el vestíbulo de la residencia se presenta otra tía que también nos iba a acompañar y como ella no quiere problemas, sube a la zona de los residentes, recoge a mi tía la que no se apaña con el audífono -la realidad es que las dos hermanas lo llevan y ninguna se adapta- y al poco bajan ambas. ¡Y me regañan!

-Pero qué te costaba que te tomaran la temperatura.

-Eres un poco cabezota.

-Siempre te la han tomado y no has dicho nada.

-Vaya lío que has montado.

Mi tía la de la residencia, la que entró en pánico cuando en la visita anterior intenté quitarle la mascarilla, estaba a punto del llanto otra vez.

-Zarzamora, que no me dejan bajar si no te toman la temperatura, que me han dicho que no puedo salir. No lo hagas más.

Y así estamos, con chantaje emocional a nuestros mayores, y de nuestros mayores a sus descendientes; con normas absurdas; agachando la cabeza para que cualquier mandado te apunte con una pistola-termómetro.

A la vuelta de los audífonos hemos pedido hora para una visita al odontólogo -mi tía colecciona citas médicas- Nos atienden unas señoritas encantadoras pertrechadas con una mascarilla blanca de las buenas y, encima, una de las azules, más plebeyas. Menos mal que iba yo para ejercer de intérprete. Por mucho audífono que lleven, mis tías no se enteran cuando la voz atraviesa dos mascarillas. Más marginación para los ancianos con problemas auditivos.

Mascarillas por aquí, por allá. En niños, en papás. Mascarillas dobles y mamparas de metacrilato para las recepcionistas. Tomas de temperatura arbitrarias. Ancianos llorosos, medio secuestrados en residencias o por sus propios hijos. Si esto se lo cuentan a los que se burlaban del pangolín en febrero de 2020, a los que desde la tele clamaban entonces por libertad y ahora se han convertido en defensores de medidas totalitarias, no se lo hubieran creído. Ahora toda esta distopía les parece estupenda. 

No sé si hay esperanza en esta sociedad.

 

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