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domingo, 28 de julio de 2019

Ella nunca se equivoca

Esta semana he estado sola con el director y con mi compañera comercial. He sobrellevado bastante bien la ineptitud "operativa" del jefe y la prepotencia de Tolosa, que nunca tiene fallos. Ella jamás dirá, como el rey emérito: "Me he equivocado, lo siento". Aunque el error sea evidente ella retuerce la situación y los hechos para que otros sean los culpables.

El jueves tuve un pequeño descuadre y le pregunté:

-Tolosa, ¿has tecleado tú un recibo de 37,80 euros?

-Sí, a Perico Palotes, que vino a primera hora y le voy a gestionar un fondo y hacerle un proyecto de seguro...

-Vale, vale -le respondí cortando su verborrea presuntuosa- lo has hecho en efectivo y no por cuenta y afecta a mi caja.

Tolosa no dudó. Eso, nunca.

-¡Imposible Zarzamora! Mira, te voy a enseñar el documento. Anoté la cuenta.

El papel me daba igual y su anotación me importaba un comino. Se había equivocado. Es fácil hacerlo con estas aplicaciones horrorosas que tenemos. Uno teclea la cuenta pero luego pulsa el botón de efectivo. A mí me ha pasado, reconozco el despiste y... ya está.

Pero ella seguía con su mohín de incredulidad, dudando incluso de lo que yo le enseñaba en pantalla:

PERICO PALOTES -RECIBO 37,80-EFECTIVO

Lo arreglé y la cosa no fue a más. Mientras, ella volvía a su sitio sin un pleno convencimiento de que había pulsado donde no debía.

Al día siguiente cogí el teléfono. Una señora muy nerviosa pedía hablar con mi compañera, que estaba fumando su cuarto cigarrito de la mañana en la calle. Cigarrito a cigarrito... se le van los minutitos.

Cada vez que sale me suelta la misma cantinela:

-Salgo un momentito (a fumar o a llamar por teléfono o a "echarse un café por la espalda") pero estoy aquí al lado. Si me necesitas me llamas.

Ante esta reiterada oferta salí y le indiqué la urgencia de la llamada. La mujer aseguraba haberse dejado el DNI en la mesa de mi compañera.

Nuevamente, Tolosa no dudó y no hizo ademán alguno de entrar.

-Dile que busque bien. Se lo he entregado. Estoy... segura no. Lo siguiente. Segurísima.

Y siguió hablando con su hija veinteañera que debe de estar hasta las narices de tanta llamadita materna.



Así se lo transmití a la cliente, que seguía desesperada y juraba y perjuraba que había vaciado el bolso, que no tenía el documento, y que el último lugar en que había estado era la oficina.

Finalmente entró Tolosa. Digna, envuelta en olor a tabaco, se dirigió con paso sosegado a su mesa. Desde mi lejanía la oí a los pocos minutos.

-¡Zarzamora! Voy a llamar a Olvido. Ha aparecido su carnet al mover unos papeles. ¿Sabes lo que ha pasado? -ya empezaba con su rollo exculpatorio- Es tan pesada que ha hecho amago de irse varias veces y luego me ha preguntado más cosas y el carnet... que si lo cojo, que si lo dejo, se ha quedado aquí, oculto entre estos documentos.

Lo que le pasa a Tolosa nos pasa y nos ha pasado a todos. Pero los demás dudamos. Pensamos que hemos podido teclear mal o haber retenido el carnet en el último minuto. Porque fallar es humano y dudar también. No vamos por el mundo con esos aires de suficiencia y presunción de Tolosa. No pensamos que todo lo hacemos bien. No damos por hecho la perfección en todos nuestros actos. No culpamos siempre -solo a veces- a los demás, al sistema informático, a la presión del público de nuestros fallos.

Por eso tantas veces no aguantamos a nuestra compañera.

Como colofón os pongo este mensajito que he leído en un grupo de whatsapp:

"Y de repente conoces a una persona y te das cuenta de que quieres pasar el resto de tu vida sin ella"


miércoles, 13 de junio de 2018

Echando humo

Antes de que llegara el nuevo director, Roque Ronco Coca, mi amiga y empleada suya en la sucursal anterior, Amelia, me había dicho:

-Os preguntará si le dejais fumar.

-¿¿¿Qué??? -respondí escandalizada y sin dar crédito. 

Yo he padecido durante toda mi vida -escolar, universitaria y laboral- el tabaco de otros. He sido fumadora pasiva en el colegio, el instituto, la universidad, el ambulatorio, los bares, los lugares de trabajo, las bodas, las comidas de empresa, el metro, los taxis, los trenes, autocares, aviones, las fiestas de cumpleaños de los amiguitos de mis hijos... 

Parece que hablo de tiempos prehistóricos, pero no, no son tan lejanos. ¿Y ahora que la población se ha acostumbrado a fumar en la intimidad viene el nuevo director a saltarse la ley a la torera?

Amelia me dijo que ellos, en su sucursal, muy tolerantes, muy compresivos, le dejaban fumar en el despacho antes de abrir al público y después de cerrar.

Durante la semana en que estuvieron juntos los dos directores, el nuevo salía a fumar a la calle unas cinco o seis veces. Yo estaba tranquila pensando que Amelia había exagerado.

                                   

Pero el primer día que día que estuvo ya solo, al mando de su nueva "plaza", hizo la preguntita como quien no quiere la cosa. Afortunadamente no hay ningún fumador en la plantilla y le respondimos que nos molestaba el tabaco y que estaba prohibido fumar en la oficina, con o sin clientes presentes. Él pareció aceptarlo sin problemas.

Por poco tiempo.

En mi puesto yo notaba de vez en cuando oleadas de olor a tabaco que provenían de los baños. Cuando iba por esa zona ya no olía. Veía las ventanas de los aseos abiertas y todo estaba ventilado. Imaginaba que echaba algún cigarrito a escondidas y me fastidiaba. La prohibición de fumar en el lugar de trabajo es en todas las estancias.

Como ahora, afortunadamente, Roque Ronco no me hace entrar en su despacho a primera hora a perder el tiempo como sí hacía Augusto, yo no era consciente del olor tabaquil que iba impregnando la moqueta vieja, las paredes, las plantas artificales y el tapizado desgastado de los silloncitos de su cubículo.

Mis compañeros, aunque no fuman, tienen familiares que sí disfrutan con este vicio. Por eso su nariz no es tan sensible como la mía y no percibían la "nicotinización" de ese espacio cerrado.

Un día llegué pronto y le pillé. Roque estaba en su sillón, envuelto en una neblina tóxica. Se levantó, un poco nervioso por saberse descubierto, agitando infantilmente  las manos, como si ese movimiento de abanico fuera a eliminar la nube grisácea que le rodeaba, y rociando ambientador a lo loco. Ese intento de aromatizar soluciona tan poco como el desodorante en un sobaco sudado.

Y así hemos estado unas cuantas semanas. Roque y su pitillo en soledad compartida en el despacho, antes de la llegada de la plantilla y luego, en el baño, unos cinco o seis cigarritos más. Debe ser relajante vaciar la vejiga de orines y simultanear con un llenado pulmonar de humo. Y en la papelera, montones de pañuelos de papel llenos de gargajos espesos de esos que segregan los fumadores empedernidos. ¡Qué asco, pero qué asco, Dios mío! ¿Y su mujer recibirá con alegría los besos de este hombre?

Roque daba rienda suelta al vicio y el humo iba y venía por la oficina a través de huecos de escalera, rejillas, corrientes de aire... Es lo que tienen los malos olores, que son más persistentes que los buenos.

Por supuesto, no hay comparación con esos años en que en las oficinas bancarias el ambiente ahumado, amarillento y espeso casi podía "cortarse" y se mezclaban cigarrillos y puros de empleados y clientes. Las colillas se amontonaban -muchas veces aún humeantes- en ceniceros sucios, o las arrojaban y pisaban alegremente en el suelo.

Pero ahora hay una ley y yo no tengo por qué aguantar que se la salte Roque, por muy director que sea. Si los demás no hablaban yo le diría algo.

Reconvenir al superior siempre genera cierta desazón porque no sabes cómo va a reaccionar, y yo estaba acostumbrada a las reacciones viscerales de Augusto.

Una mañana, temprano, estábamos los dos solos. Le dije:

-Tengo que hablar contigo.

Cara de interrogación. La de él. Seguí con cierto nerviosismo. Ya me vale -me decía a mí misma- nerviosa por defender derechos impepinables que éste vulnera.

-Muchos clientes de toda la vida me han comentado que en la oficina huele a tabaco. Sé que fumas en el despacho y en los baños. Te pido que salgas a la calle a fumar, la tienes al lado, a dos pasos, más cerca que los aseos.

Era mentira lo de los clientes, pero a estos jefecillos les asusta más una posible reclamación de la clientela que una queja de sus empleados.

La verdad es que su reacción fue buena. Se excusó. Dijo que yo tenía toda la razón, que no le había molestado que se lo dijera y que por supuesto, no debía temer ninguna represalia.

Ahora vuelve a salir a la calle y la sucursal no huele a tabaco. Aunque  creo que a veces, en la soledad del baño, sigue cayendo en la tentación. Pero ha mejorado la técnica y sus humos no revocan al interior. Cierra puertas, abre ventanas, y disfruta con sus volutas de humo sentado en el retrete. Quizá con los pantalones bajados y, ya puesto, echando malos olores por la boca y por el culo.

martes, 12 de enero de 2016

Malos humos

En la serie de televisión española "Olmos y Robles" que finalizó hace unos meses -os la recomiendo si emiten una segunda temporada- la hostelera del pueblo presumía de tener una nariz a la que no se le escapaba nada, ni el aroma de los buenos vinos de la zona, ni el olor a muerto en una habitación de su hostal. Sin llegar a tener un apéndice nasal tan fino, yo tampoco me quejo de mis habilidades.

Mi nariz está especializada en detectar olor a tabaco. Distingo perfectamente el humo de puro -pestilente donde los haya-, el de pipa, el de cigarrillo y el de porro. Quizá por lo mucho que odio el tabaco. Uno de mis clientes se enorgullece de no haber probado jamás la Coca-Cola. Yo, de no haber dado en la vida una calada a un cigarrillo.
httpwww.imagenparawhatsapp (3)
Uno de los días más felices de mi vida fue cuando se prohibió fumar totalmente en los centros de trabajo (2 de enero de 2011, hace nada realmente). No os voy a detallar mis padecimientos a lo largo de toda una vida aguantando humos ajenos en el colegio, en el instituto, en la Universidad -durante los exámenes el humo, densísimo, se podía cortar-, en los distintos lugares de trabajo, en autocares, trenes, aviones, en la consulta del médico, en restaurantes, centros comerciales... Mis bebés, dentro de mi tripa, seguro que percibían la nicotina que los clientes y compañeros de la oficina de mamá exhalaban sin ningún remordimiento. 

Fumar era cosa de machitos, mujeres liberadas y modernas -o que pretendían parecerlo-, ejecutivos estresados -o que lo simulaban encendiendo pitillo tras pitillo-, adolescentes acneicos jugando a ser adultos desinhibidos. Se relacionaba con el ocio, la diversión, la comunicación, la risa. Algunos lo usaban para tener algo que hacer con unas manos sin iniciativa propia. Hasta el hombre duro de Marlboro dejaba entrever una maravillosa comunión entre tabaco y naturaleza. Nadie hablaba del olor a tabaco impregnado en camisetas, bragas, pelo. Nadie parecía percibir la peste en los lugares cerrados en los que se generaba un nauseabundo cóctel de tabaco, sudor y fritangas. Nadie parecía hacer ascos a besar ceniceros humanos.

Perdonad la extensión, pero he sufrido tanto, tanto, que ahora no tolero que nadie se salte la ley.

Esta mañana han invadido la sucursal unos cuantos obreros de edad madura -los jóvenes son mucho más legales- para arreglar temas eléctricos. Los sótanos estaban invadidos por cables y herramientas. En una visita a los lavabos he notado olor a tabaco.

-Lupe  -le digo a mi jefa- ven conmigo y huele.

Lupe, como siempre, medio congestionada, no tenía hoy la nariz muy fina.

-Mira, yo es que no huelo nada, pero nada, nada. Pero si tu crees que están fumando por ahí abajo...

-¿Me das permiso para cantarles las cuarenta?

-Por supuesto- me respondió riendo- Sabes que te apoyo al cien por cien.

Bajé a los sótanos. Allí, sin ventilación y rodeados de archivadores de cartón por los cuatro costados, estaban los operarios haciendo taladros. El olor era más fuerte. No les pillé "in fraganti", pero dió igual. Mis propios malos humos, acumulados durante toda una vida de sometimiento al tabaco ajeno, salieron al exterior.

-A ver, ustedes han estado fumando aquí -les dije sin asomo de duda.

Les pilló tan de sorpresa que yo me hubiera dado cuenta de algo que intentaban ocultar, que solo acertaron a confesar, titubeantes:

-Sí.

-Pues ya saben que aquí no se puede fumar, y si lo vuelven a hacer se les puede caer el pelo. ¡A fumar, a la calle!

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¡Qué a gusto me quedé! Menos mal que por fin los no fumadores podemos defendernos. Qué bien que mis hijos no tengan que vivir lo que yo he vivido, que puedan hacer sus exámenes en la universidad con tranquilidad, y no tengan que abandonar antes de tiempo, como hacía yo, sin apenas repasar las respuestas, un aula que era una torturante cámara de gas. Qué bien volver a casa con la ropa y el pelo limpios, oliendo todavía a suavizante y colonia.

Pasará el tiempo, se dulcificarán los recuerdos, y esta época de mi vida acosada por los fumadores será como un lejano mal sueño en mi memoria.



martes, 15 de abril de 2014

El "salvador" del mundo

O, al menos, el salvador del Banco, el defensor de los clientes desprotegidos, el paladín del cumplimiento de los "objetivos" bancarios.
                         
Ese es Augusto, mi director, al que se le ha soltado la lengua tras unos cuantos vasos de vino durante una "comidita" de "confraternización" entre los compañeros de la oficina.

Como me suele pasar con estas comidas, no tenía ninguna gana de ir. No sé por qué motivo Lupe tuvo la ocurrencia. Yo, hace años, cuando estaba en su situación (con hijos pequeños), prefería ir con ellos al parque que estar de palique y comilona con los colegas. 

-Sí chicos. Anda... ya que estamos todos y nadie se ha ido de vacaciones, vamos a comer todos juntos. A una terracita, que hace muy buen tiempo -Así intentaba persuadirnos la jefa.

Ya estaba yo temerosa de que la dichosa "terracita" fuera una de esas prolongaciones del restaurante, tipo "carpa" cerrada, con ceniceros en las mesas, que se convierte en reducto de los fumadores. El humo se concentra igual que si las paredes fueran de ladrillo. Afortunadamente, y por cuestiones de tiempo, fuimos al restaurante cercano de siempre.

Pensábamos salir prontito, cuando se cerrara caja, pero es un hecho que los clientes más pesados se reservan para estos días pre-vacacionales, y suelen entrar sofocados en el último minuto, y aposentarse sin ninguna prisa  en alguna mesa. Esta vez le tocó a Lupe aguantarles.

Yo ya había llamado a mis hijos para decirles que no comía en casa.

-¡Ja, ja, ja! Mamá, por tu voz parece que el plan no te hace mucha gracia- me dijo mi hijo.

-¡Qué perspicaz! Pues eso, que no frías filete para mí. Ya nos veremos más tarde -le respondí intentando disimular mi desgana, pues tenía a mi jefa y organizadora al lado, con la antena puesta. 

Ya en el restaurante la comida fue bastante bien, con conversaciones neutrales y el típico intercambio de pareceres acerca de lo que vamos a pedir unos y otros. Todo empezó cuando mi compañero Ángel Bendito, el comercial de la sucursal, empezó a "chinchar" a Augusto.

Ángel Bendito lleva muchos años en la oficina y ejerce labores comerciales. Es un vendedor muy bueno y no engaña a la gente. El nuevo estilo bancario le está cambiando, y ahora se queda a trabajar casi todas las tardes, fuera de su horario legal. Va a su casa a comer y vuelve luego con vestimenta "casual", como dicen esos mandos intermedios que parecen salidos de una revista de modas y que viven en "pijolandia". Claro que su uniforme "casual" es un jersey pelotilloso en invierno y un pantalón corto en verano.

-Mira Augusto, el día que el Banco me obligue a venir por la tarde, no vengo. Yo vengo porque quiero, porque tengo mucho trabajo, pero mi contrato no dice nada de estar tantas horas sin que, además, me las paguen.

Así empezaba Ángel la polémica. A Augusto ya le empezaban a hacer efecto la cerveza del aperitivo, la media botella de vino de la comida y el copazo de los postres.

-Bueno, si yo te lo digo, tendrás que venir por las tardes. Y con traje y corbata, que todavía recuerdo ese día en que el jefe territorial vino por la tarde y te pilló en pantalón corto.
                               
Yo intenté mediar en la discusión.

-Aquí sí que hay una discriminación a nuestro favor, porque las chicas podemos venir a trabajar como queramos y nadie nos dice nada. 

Mi director me miró con ojos enojados y dijo que sobre la vestimenta femenina no decía nada, no por falta de ganas, sino porque era fácil que le acusáramos de machista o le dijéramos que no se metiera en esos asuntos.

Y tuve claro que si alguna vestimenta no le gustaba, era la mía. Suelo llevar pantalón vaquero (sin rotos ni desgastes) y faldas y vestidos un palmo por encima de las rodillas. Las otras compañeras llevan cosas más caras, pero se ciñen al pantalón y no gastan ropa vaquera. En fin, creo que cuantos más piropos me echa el portero, más le debe disgustar a mi jefe mi atuendo. Pero de verdad que voy muy modosita y, o me pagan un uniforme, o no voy a cambiar mi modo de vestir.

Y siguió la discusión, imagino que para deleite de los pocos comensales que aún quedaban en la sala.

-Y tú, Zarzamora, aún no entiendes que estamos aquí para servir a los clientes y atenderles en todo, no para ponerles pegas.

-Augusto, por favor, dime qué clientes están descontentos conmigo y por qué, para así hacerlo mejor la próxima ocasión y no cometer los mismos errores una y otra vez.

Eso le decía con todo el sosiego de que era capaz, imaginándome en una actuación teatral. Pero él no me daba ejemplos. Lo único que quería era quedar por encima y machacar, hacer ver que él es el único que trabaja.

Yo sé lo que le pasa a este director. Es muy cómodo estar en el despacho y dedicarse a hacer la pelota al cliente. Cuando yo estoy con un montón de gente delante, él se aproxima por detrás para que le de el dinero de D. Fulano, o le haga la transferencia a D. Perengano. Y, claro, eso de que se cuele en nombre de tal o cual cliente, me enfada. Lo lógico es que Fulano o Perengano se pongan a la cola, como todo hijo de vecino, o que sea Augusto el que espere el turno.

Y es que Augusto es servil, y es capaz de poner en danza a todos los empleados para atender a un solo cliente... suyo.

Así es mi jefe, siempre recordándonos lo tarde que se va cada día (deseando que todos hiciéramos lo mismo), siempre asustándonos con la cantinela de que no sabemos lo que tenemos, que menudos directores hay en otras oficinas (mentira, creo que es imposible encontrar a un director tan poco agradecido con sus empleados como Augusto), siempre buscando cualquier fallo, real o imaginado, de los miembros de su "equipo", para agrandarlo y repetirlo hasta la saciedad.

Así es mi director, un hombre en la cincuentena tremendamente asustado, inmerso en un engranaje de burocracia y objetivos bancarios que está acabando con él.
                           

Cuando empecé a escribir esto, recién llegada de la dichosa comida, sentía rabia. Pero escribir es terapeútico. Ya no siento rabia. Solamente pena. Por Augusto.

¡Augusto! Sigue tomándote un copazo de vez en cuando. Juega al ping-pong dialéctico con Ángel Bendito y conmigo si así te sientes mejor y descargas tu furia. Olvida tus penas como desees. Pero me pensaré volver a una de estas comidas "fraternales"



lunes, 17 de febrero de 2014

Saltándose la ley... antitabaco.



Hace unos días (en qué hora) recibí una invitación para ir a una comida de despedida de un antiguo director de mi sucursal, Pancho Rey. Tenía sus defectos, por supuesto, pero fue sustituido por Augusto y en ese momento, ciertamente un poco tarde, empezamos a descubrir sus bondades, esas que no habíamos percibido con tanta claridad durante los años que estuvo a nuestro lado.

En fin, siempre comparando, como podéis ver. Me hacía ilusión ir a ese homenaje. Y fui. El restaurante era un restaurante de barrio, conocido por alguno de los organizadores. La gran mayoría de los asistentes eran colegas directores, ya jubilados, como el homenajeado, con unos cuantos años a cuestas y esa personalidad ligeramente tosca, que orienta su conversación y sus gracias hacia asuntos sexuales. El pene es, muchas veces, el gran protagonista en esas conversaciones masculinas . Sospecho que su vida sexual es tan deprimente que lo han de compensar con esa “falobsesión” verbal.

Creo que no estoy siendo del todo justa. En la comida hubo 
muchas conversaciones variadas: banco, vida tras la jubilación, banco, comida ( “qué rico está esto, pide pescado, te recomiendo las chuletillas”), chiste grueso, banco… Estas reuniones son así. En cuanto hay más de cuatro personas todas las comidas de trabajo, o de jubilación, suelen ser una sucesión de lugares comunes. Vale, lo veo todo bajo un prisma negativo. Y es que mis sensaciones físicas influyen poderosamente en mi percepción y mi disfrute de las situaciones.

Ya en cuanto entré en el restaurante noté olor a tabaco. Nos pasaron a una sala un poco separada del resto y vi que había ceniceros en nuestra mesa. Se habrán equivocado, pensé, serán para las aceitunas. No se habían equivocado. Los amiguetes exdirectores del homenajeado habían elegido ese restaurante ¡porque les dejaban fumar! en un reservado que no era tal, porque el olor a humo se expandía hasta la entrada a través de unas puertas poco herméticas, como las de las cantinas del oeste americano. Debo decir que el director recién jubilado no fuma, pero ese detalle parecía no importar a sus fálicos colegas. 
               

Creen que pueden hacer lo que se les antoje, por ser o haber sido directores de cualquier oficinucha y haber llevado una corbata al cuello todos los días, durante años. No tienen cortesía, ni educación, ni les importa el prójimo lo más mínimo. Conseguí a duras penas que no usaran los ceniceros hasta el segundo plato. 
Aguanté hasta que le dimos el regalo a mi antiguo jefe y fui la primera en irme. Inventé una reunión en el instituto de mi hija, por no hacer un feo al jubilado, que no tenía culpa de nada. Con esta excusa me libré de insistencias del tipo “Quédate”, “Qué pronto te vas”…

Es una pura cuestión práctica, pero me encontraba en conflicto conmigo misma, con mi forma de ser, con mi idea de la legalidad, esa que en ese restaurante se han pasado por el forro. Me sentí engañada en cuanto me senté a la mesa y hubiera debido largarme en cuanto vi los ceniceros y noté el olor. No lo hice por esos absurdos respetos humanos que a veces tengo. Y me siento mal porque no fui libre, porque me gasté un dineral en una comida en la que no disfruté, y de la que salí con olor a tabaco hasta en las bragas.

Mi único consuelo es que he buscado el nombre del restaurante en Internet y he puesto un comentario advirtiendo a posibles comensales como yo de lo que se pueden encontrar si traspasan sus puertas. Y cuando vaya a comer a algún sitio huiré como de la peste de esos restaurantes pequeños, familiares, de toda la vida, en que hacen la pelota a clientes habituales dejándoles fumar e infringiendo la ley que tenemos. Las grandes cadenas son más seguras.

Y, para concluir, no solo se saltan la ley en restaurantes, sino en muchas sucursales bancarias en las que, en cuanto cierran las puertas, los fumadores encienden cigarritos. Si son jefes, claro. Y si alguien osa comunicarlo o denunciarlo, llega “la venganza del jefe fumador”: traslado del que se ha quejado a otra oficina. Y es que el tabaco… ¡Qué no se lo toquen!

Así que, en el fondo estoy encantada con tener a Augusto y a Lupe como jefes. Ellos no fuman. Nadie fuma en mi sucursal. También se trabaja más, porque nadie sale fuera a “echarse un cigarrito” tres o cuatro veces al día.