Este año se cumplen 50 años desde que mis padres se trasladaron a un nuevo domicilio. Es un conjunto de torres altas, de las que invadieron la periferia de Madrid en los años setenta. Al hilo de este aniversario, en la Comunidad de propietarios van a organizar concursos y piden fotos y escritos. Os comparto el mío, que quizá interese poco, pero que es parte de mi historia.
Yo llegué a esta urbanización con catorce años. Mala edad para dejar atrás a tus amigas en un barrio alejado de este y empezar el BUP de aquellos años sin conocer absolutamente a nadie.
De eso dependía nuestro traslado, de que me admitieran en el instituto. Y eso costó. En una época de muchos niños y pocos colegios e institutos, fue difícil encontrar acomodo para diez hermanos. Mi madre no podía tenerlos desperdigados por varios centros, llevarlos, traerlos y cuidar de tres pequeñines en casa.
Finalmente mis hermanos pudieron estar juntos en el colegio Carlos Arias. Luego le cambiaron el nombre por esas tontunas que llevamos viviendo décadas. Carlos Arias fue alcalde de Madrid en la época franquista y era necesario eliminar esa parte de la historia. Lo rebautizaron como "Lorenzo Luzuriaga". Buscaré en internet quien es este perfecto desconocido para mí.
Yo entré por los pelos en el instituto. Daba igual tener buenas notas o muchos hermanos. No sé cómo iba lo de los puntos en aquella época. El instituto estaba copado por todos los que llegaban del colegio anexo. Los nuevos éramos minoría.
Y empezó una nueva etapa a la que a la fuerza me tuve que acostumbrar. Ciertamente el barrio era mejor que el que abandonamos, pero a mí las ventajas de espacio en casa, el tener más cuartos de baño, un ascensor, jardines, piscina... me daban igual. Mis mejores amigas no estaban a mi lado, y para verlas tenía que coger de vez en cuando dos autobuses.
En aquella época mi instituto tenía mucha fama. Lo llamaban "centro experimental" Nunca supe muy bien por qué. Tuve profesores buenos, malos y regulares. Igual que los compañeros. Algunos con ganas de estudiar y respetar a los profesores y otros faltando a las clases y reventándoselas al profesor.
Siempre empezaba el curso, por unas u otras causas, después del día del Pilar (12 de octubre) y todos, todos los años, había huelga de profesores que duraba aproximadamente un mes. Cosas de esa transición política idealizada.
Libertad sí que había. Nadie pasaba lista, ni informaban a los padres si sus hijos faltaban. No existían las reuniones con los padres. Los profesores y los alumnos fumaban donde les venía en gana. Incluso veíamos normal que un alumno, menor de edad pero con aspecto de mayor, paseara por el instituto de la mano de una joven profesora. Se habían enamorado.
En los comienzos, la urbanización pretendía ser un gran jardín donde crecían diez torres. Los caminos no eran cómo los actuales. Eran piedras planas colocadas encima del césped. Imposible pasear por esos caminos con coches de niños o sillas de ruedas. En las torres de abajo, donde yo vivía, apenas daba el sol, el césped no crecía y cuando llovía eso era un barrizal. Las piedras bailaban y era fácil que al pisar recibieras un salpicón de barro.
Mis hermanos, para ir a su colegio -iban solos, los mayores llevaban a los pequeños- tenían que atravesar el jardín en diagonal y el camino existente pasaba por encima del laguito. En invierno el agua del estanque se congelaba, las piedras de paso eran puro hielo y alguna vez algún niño resbaló y se mojó.
También era fácil empaparse con los aspersores, que solían ponerse en marcha a la hora de ir al colegio. Había que tener mucho ojo para ver en qué dirección escupían el agua, y echar a correr con la bolsa de libros antes de que el agua te atrapara en su retorno circular.
Al principio hubo una piscina cubierta que yo no llegué a conocer, en la zona del actual gimnasio. Desapareció y nunca supe por qué.
La Vaguada no existía. Toda esa zona era una escombrera donde venían camiones de todo Madrid para depositar desechos de obra. Así se fue rellenando. Cuando iban a iniciarse las obras del centro comercial hubo mucho movimiento vecinal opuesto, sobre todo entre los vecinos del Barrio del Pilar. En mi urbanización se unieron también vecinos a esas protestas. Su lema era "La Vaguada es nuestra" Incluso se plantaron árboles, que llegaron a crecer bastante, pero no consiguieron frenar la llegada de la maquinaria para las obras.
No había demasiados comercios. Mi madre compraba en el único supermercado de los alrededores, donde casi siempre había colas. O iba al mercado de isla de Tavira. O al mercado del Barrio del Pilar. Para ir allí había un microbús gratuito que llevaba a las señoras que no querían ir andando hasta allá. Nuestros "grandes almacenes" eran los almacenes "Simeón", situados encima del mercado. A mí me encantaba ir allí con mi madre. Había un señor muy educado, con traje, bajito pero muy erguido, que atendía cualquier pregunta o necesidad.
Hubo algunas épocas de psicosis y miedo. Extraños que habían subido en el ascensor con tiernas niñas y habían pretendido llevarlas a los oscuros trasteros. Exhibicionistas con gabardina merodeando en el jardín, enseñando sus atributos a niñas que jugaban a la comba, gitanos (¡ay, perdón que esto puede ser delito de odio!) al acecho, para robar cazadoras o relojes amenazando con una navaja o sin amenazar, que el susto el niño se lo llevaba igual.
Yo ya no soy vecina desde hace muchos años, pero mi madre sí sigue viviendo aquí y me hace recuento de todas las viudas que hay en su bloque. Ahora conozco más a la gente que cuando me vine a vivir aquí, a disgusto, en el año 1977. La visito, bajo a la piscina con ella y con mi tía y me encanta ver que los habitantes van cambiando y que la piscina está más llena de niños. Vuelve el barullo y la juventud que faltaron durante algunos años.
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