-Mira Zarzamora -me dijo Lupe en cuanto volví- porque sabía que estabas lejos... Si te hubieras quedado en la ciudad te habría llamado para que, por favor, vinieras.
Mi jefa Lupe, con esa mala salud que, en gran parte, es culpa suya, se había puesto enferma. Fue tan solo un día el que faltó y la oficina se quedó en manos de los dos empleados más incompetentes: Augusto, el director, y Claudio Bobo, el comercial "exquisito" que tiene muy claras sus competencias y se sacude incidencias y clientes con un desparpajo pasmoso.
No sé cómo, pero sobrevivieron a esa jornada caótica y Lupe, aún muy "malita", fue a trabajar al día siguiente y se encargó de arreglar los desaguisados de la pareja.
-¡Menos mal que estaba en un lugar donde, aunque lo hubieras intentado, no me hubieras podido telefonear! -le dije.
Y es que pasé unos días en Las Hurdes, una preciosa zona en el norte de Cáceres, lindando con Salamanca, injustamente estigmatizada en el siglo pasado como zona pobre y de habitantes primitivos. Quizá la película "Tierra sin pan" de Buñuel, en los años 30, colaboró en esa injusta visión.
El Gasco es una pedanía o alquería. Un pueblecito pequeño en el angosto valle que surca el río Malvellido. Allí acaba la carretera, que hubo que ensanchar para que el autocar que lleva a los niños al colegio pudiera dar la vuelta.
Vista del pueblo. En el extremo derecho se ve la plaza ensanchada. |
El bar-restaurante "El Bodegón", abierto hace siete años, ha dado mucha más vida a este pueblo de menos de 100 habitantes. En uno de los apartamentos rurales de este joven matrimonio con dos hijos, nos alojamos.
Fue el lugar de descanso ideal para esta pareja de urbanitas aficionados a la naturaleza que somos mi marido y yo. Allí el ritmo lo marcaba la luz. Nos despertábamos cuando el sol rozaba las cumbres de las montañas cercanas, con el sonido de los cencerros de las cabras y el claxon del panadero, porque allí el pan viene sobre ruedas.
Después del desayuno teníamos todo el día para para pasear por los preciosos parajes que hay en las cercanías.
Presa de Arrocerezal en el cercano pueblo de "El Cerezal" |
Chorro de la Meancera que, con la falta de agua, era chorrito. |
En lugares así el reloj sobra. Cuando el valle se quedaba en sombras yo disfrutaba junto a la chimenea leyendo. O tomábamos algo en el bar, punto de encuentro de los vecinos, que enseguida sabían que había llegado un forastero porque detectan cualquier coche nuevo ajeno al vecindario. Todos simpáticos y acogedores, deseosos de conversación.
Algunos cerezos en el valle del río Malvellido. |
Volví a mi rutina urbanita recordando el olor a humo de chimenea que impregnaba el pueblo al atardecer y el sabor de los madroños maduros que comimos alegremente en una de nuestras excursiones. Aún sentía ese sol otoñal que abrillantaba las hojas doradas de los cerezos y castaños que salpicaban el paisaje.
Madroños en su punto. Listos para comer. |
Aún hoy, pasados ya casi dos meses, mantengo algo del reposo y la languidez de unas vacaciones donde todo fue a un ritmo, no más lento, sino más humano.
Esas escapadas recargan las pilas que da gusto. Me encantan estos lugares que parecen fuera del mundo. Sin embargo, confieso que no resistiría más de unas vacaciones; me temo que tengo el veneno de la ciudad en las venas
ResponderEliminarLos que viven allí no entienden cómo nosotros aguantamos en la ciudad. Cada cual ve unas u otras ventajas. A mí también me gusta la ciudad, vivir en una no siempre implica un ritmo de vida frenético. No al menos en mi caso. Un abrazo.
EliminarYa sabes, anótalo en tu agenda por si tienes un momento para visitarlo. Serás bien recibido. Un abrazo.
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