Se aproxima el día de los santos y el de los difuntos. Como la pirámide clientelar de mi sucursal es invertida (con mucha gente mayor y poca gente joven), es normal que cada año haya varios clientes que pasan a mejor vida (o a diferente vida). Cuando tienen sus años y además han estado enfermos, me entristezco con moderación. A veces encuentro algún papel antiguo, o expediente, veo su nombre o su firma y recuerdo...
A algunos les duró muy poco el disfrute de la jubilación. Gente que trabajaba todo el día, que pensaba que con sesenta o sesenta y cinco años podría disfrutar de todo el tiempo del mundo y...al año de dejar el trabajo tuvieron un infarto. Quizá el corazón se les estropeó por un cambio de ritmo tan total.
A otros, más jóvenes, se los llevó por delante un accidente de tráfico. El padre de un muchacho de veintiún años aún no lo ha superado. Con otros acaba la droga. Para esos padres también es triste encontrarse con la noticia de que su hijo ha aparecido muerto de sobredosis junto a un retrete desconocido.
También han muerto compañeros con los que yo trabajé. Uno de ellos, ya jubilado, venía todas las semanas, sin importar si era primeros o finales de mes, a preguntar si había cobrado. Se escapaba de casa y su mujer, preocupada porque a veces, por el Alzheimer, se olvidaba de dónde estaba o de cómo volver a casa, le seguía con la lengua fuera; en ocasiones casi sin tiempo de calzarse o vestirse adecuadamente. Había desarrollado también cierta agresividad, con lo que su muerte no creo que fuera tan mal trago para la viuda, que siempre dormía con temor junto a su marido.
Hay situaciones en que no sabes qué decir porque es imposible el consuelo. Como cuando entró en el Banco, a arreglar los asuntos legales, la joven viuda de un cliente al que había apuñalado un loco medio vagabundo, sin ningún motivo y a plena luz del día, cerca de su casa; mientras ella y sus niños le esperaban con la mesa puesta para comer.
Suicidas no hemos tenido en la oficina, pero sí en el portal del edificio, dónde hay muchas oficinas. Un hombre subió al piso décimo y se lanzó por el hueco de la escalera. No cayó encima del portero de milagro. Estaba tan cerca que le llegaron las salpicaduras de sangre. El suicida era totalmente desconocido en el barrio. ¡Pobre hombre! Qué mal se encontraría para subir en el ascensor de un edificio cualquiera y decidir morir.
Cuando mis hijos eran pequeños y yo volaba después del trabajo para llegar a tiempo a buscarlos al colegio, el metro en el que viajaba arrolló a una mujer que se tiró a las vías. Nos hicieron bajar a todos y salí a la superficie en una estación alejada de mi destino. Entonces no tuve tiempo de compadecerme de la mujer, a la que ni siquiera vi . Mi preocupación eran mis niños, que me estuvieron esperando media hora, afortunadamente, con mucha menos inquietud de la que yo imaginaba.
Ellos han crecido y se encuentran ahora en esa edad en la que, todavía, la muerte es lejana. Para ellos estas fechas son solamente calabazas con agujeros, historias de miedo y disfraces con sangre y mucho color negro.
Desde la Torre de Madrid en la que yo trabajaba hace tiempo, se tiraba de vez en cuando alguien. Recuerdo que en la última planta estaba la "Casa de Asturias", que era el único punto al que podía acceder cualquiera que viniese de la calle, pues el resto eran oficinas y obviamente no se podía pasar libremente.
ResponderEliminarPues a la Casa de Asturias subían los suicidas. Pedían su última bebida y se arrojaban al vacío desde la terraza. Al final tuvieron que enrejar la terraza para evitar los saltos hacia el Más Allá.
También el el Viaducto, el que pasa por encima de la calle Segovia pusieron unos paneles para evitar los saltos. No me parece mala idea. Al fin y al cabo, creo que la decisión de suicidarse puede cambiar en una fracción de segundo, y si esa fracción de segundo es como consecuencia de un impedimento de este tipo, bienvenido sea.