Ayer comencé a leer un libro cogido medio al azar en una zona "bookcrossing". Se titula "Regreso a Catay", de Carlos Pérez Rosales. Leí la contraportada y parecía interesante, pero a las pocas páginas empecé seriamente a plantearme su abandono en cualquier otro sitio. Y es que ya en la página 2 se detalla un encuentro sexual entre dos desconocidos (enfermo y enfermera) ¡en una cama de la unidad de infartos de un hospital estadounidense! y en la 24 hay casi un máster en depilación. No le veo el sentido a tanto detalle si no es para llenar un número determinado de páginas. Me parecen escenas fuera de lugar, que no aportan nada a la historia, carentes de elegancia y, sobre todo la primera, absurda de principio a fin.
Así que esta mañana, lunes, el libro dormitaba en mi bolso y yo bostezaba en el andén del metro, camino de mi sucursal, sin decidirme a sacarlo, dudando si soltarlo ahí mismo, en el duro banco del andén, sin darle más oportunidades.
¡Lástima de indecisión! Hubiera sido el parapeto ideal para evitar a Constanza Rollo, una compañera de otra sucursal. Llegó y me pilló desarmada en medio del cuarto o quinto bostezo. Ya no tenía escapatoria. Me tocó aguantarla durante seis estaciones.
Constanza habla bajo y con el ruido del metro no me entero de la mitad de lo que me cuenta; pero da igual, todo gira en torno a lo mismo: "Qué buena soy yo y qué mal me tratan los demás". Que conste que yo a veces también me he sentido así, pero no soy tan monotemática.
A la "pobre" Constanza nunca le dan las vacaciones que quiere, siempre se tiene que quedar más tiempo del necesario en la oficina, nadie la ayuda cuando descuadra en ventanilla, le ponen mala calificación (eso también me pasa a mi, ved mi entrada "La culpa la tiene Gauss"), le insinúan que pida el traslado a otra oficina, cuando hay un puente siempre lo cogen otros antes que ella, tiene una jefa indeseable...
Todo esto lo adereza con referencias a gente del Banco que ella supone que yo he de conocer y que a mí no me suena de nada. Me habla de departamentos, de personas con nombre y apellidos como si fueran conocidísimas de las dos. Y yo no pregunto, porque es peor. Es de estas que dice:
-No es posible que no lo conozcas. Fue jefe de tal departamento en el año tal, trabajaba con Menganito y Zutanito, a estos sí los tienes que conocer.
En la tercera estación suelo poner el piloto automático. La dejo hablar, casi no le entiendo nada con el ruido, pero asiento. Según sean sus gestos, yo sonrió o pongo cara de asombro, o lanzó unos tímidos "Ah", "¿Sí?", "¡No me digas!"
Cuando se larga camino de su oficina a mí sólo me queda una estación. Demasiado poco para abrir el libro y ponerme las gafas. Siempre acabo enfadada conmigo misma por no haberla evitado a tiempo y por no haber conseguido llevar, aunque solo sea por una vez, la voz cantante. Y es que, como podéis ver, a mí también me gusta contar mis batallitas.
Qué rabia me dan ese tipo de personas. Yo también conozco a varias y es horrible. No dejan hablar y eso me supera. Se van y sólo han hablado ellas, que insufrible! Y además siempre suelen ser personas que se quejan de todo y nunca están contentas, si al menos te alegraran...
ResponderEliminarRespecto al libro déjalo en un sitio vistoso, quien sabe! Lo mismo le gusta alguien, a mi desde luego me pasaría como a ti.
Besos!
El caso es que sigo con el libro. Ja, ja, ja. Ahora están en pleno naufragio. Abrazos
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