Mi padre murió hace un mes. Salió del hospital muy deteriorado, con mucha dificultad para andar, pero enseguida le cogió el tranquillo al andador que le compramos y aprovechó bien el tiempo primaveral de finales de abril y mayo. Salía a pasear por la mañana y por la tarde, comía bien, dormía en su cama de toda la vida. Se sentaba en los bancos de la avenida y decía "qué más se puede pedir"
Los médicos, después de sugerir biopsias, resonancias y radioterapia, aplaudieron la decisión familiar de volver cuanto antes a casa. Los hospitales son destructivos para el ánimo del enfermo y de los familiares.
- No sabemos cuanto puede durar -nos dijeron- quizá semanas o meses.
Yo era optimista y pensaba que aguantaría mucho. Me equivoqué. Todos nos equivocamos.
Aprendimos a tomar la tensión, revisar el nivel de azúcar, poner insulina lenta o rápida, según los parámetros. Mi madre, sabiamente, se negó a darle un medicamento con unas contraindicaciones muy muy bestias para evitar ataques epilépticos, pero que le dejaba completamente atontado y sin fuerza en las piernas.
Se lo dijimos a la doctora, que no se lo pensábamos dar. Los médicos insisten, claro. Los dichosos protocolos. Mezclan los medicamentos como yo los ingredientes del gazpacho. Rectifico, no como yo, porque yo voy probando para que el resultado sea perfecto. Ellos siguen sus recetas al pie de la letra y les da igual que el paciente se encuentre fatal con un medicamento. En este caso el "bien mayor" era evitar un ataque epiléptico. La doctora respetó la decisión de no darle ese compuesto pero puso cara de circunstancias, como diciendo "os estáis arriesgando mucho, vosotros veréis"
En estos casos hay un equipo de médicos de cuidados paliativos que vienen a casa cada dos o tres días para ver al enfermo. Un día amaneció sin gana de levantarse. Que si tiene fiebre, que si es una infección, que si es el efecto de los tumores expandiéndose... Mi padre ya no se levantó de la cama. Dejó de comer y de beber. Se fue consumiendo poco a poco. Una semana duró así.
Los médicos nos habían dejado morfina y otros calmantes para que se los pusiéramos en una vía que tenía en el brazo. Solamente al final se le puso alguna dosis. No se quejaba de dolor, su cara era de tranquilidad.
El domingo vino el sacerdote de la parroquia para rezar con él y con la familia. Creo que él percibió la visita, pero ya no hablaba nada y estaba con los ojos cerrados.
El lunes por la tarde murió. Recuerdo que yo estaba en mi casa. Había acabado de cenar y le dije a mi hija
-Ven, asómate a la ventana, mira que súper arco iris tan bonito.
Mientras nosotras lo contemplábamos, murió mi padre, en compañía de mi madre, dos hijos, una nuera y dos nietas. Siempre estuvo acompañado.
Conocíamos ya todo el proceso tras la muerte. Habíamos comprado el certificado de defunción. Sorprendentemente, es un papel que cuesta dos perras pero que no lleva el médico que va al domicilio. Si no lo tienes y un familiar muere en casa, de noche, tienes que ir a comprar el dichoso papel y buscar una farmacia cuando la pena te supera. Yo esto no lo entiendo.
El médico que vino nos dijo que en España nadie se muere de viejo, que en el papel se olvidaron de poner esa opción. Creo que a mi padre le pusieron en causa de la muerte cáncer de pulmón.
-Por favor, ponle tumores cerebrales, que mi padre no ha fumado en la vida y ha tenido una vida muy sana.
-No, no puedo, porque sus tumores cerebrales son consecuencia de metástasis del tumor en el pulmón y hay que poner la causa "inicial".
Y causa última "parada cardiorrespiratoria". Eso me lo sabía hasta yo.
Teníamos que haber preguntado en su momento cómo estaban tan seguros de que tenía tantos tumores, porque no le hicieron biopsias ni resonancias -no quisimos- Pero con el aturdimiento de tantas malas noticias no indagamos. Porque quizá no nos íbamos a enterar y mi padre ya tenía 94 años. Ha muerto y saber el motivo exacto ya no tiene mucho sentido.
Después, ya entrada la noche, llegaron los del seguro "de los muertos". Muy amables. Traían una tablet y mi madre eligió ataúd y adornos florales. Estaba claro que queríamos entierro y no insistieron con cremación. Sé de casos en que son muy persistentes porque parece ser que la cremación es más barata. Yo pensaba que era al revés.
Luego entraron en la habitación, pidieron estar solos y se lo llevaron para prepararlo para el tanatorio.
-Ay hija, cómo se lo han llevado, como un fardo- lloraba mi madre.
-Mamá, papá ya no está en ese cuerpo. Es difícil llevarlo de otra forma. Lo tienen que meter en el ascensor, cargarlo en el vehículo...
Estas cuestiones, claro, no se notan en un hospital en que las camillas van y vienen rodando y todo es amplitud.
El día siguiente fue día completo de tanatorio. Gracias a los teléfonos y los mensajes, amigos y familiares fueron enterándose del desenlace. Recibimos muchas, muchas visitas. Y debo decir que todas se agradecen muchísimo, porque son señal de lo que apreciaban a nuestro padre y de lo que nos aprecian a nosotros. Hay quien piensa que eso da igual, pero con el tiempo recordaremos ese día como un día de encuentros, en ocasiones con familiares lejanos, con amigos un poco olvidados. Es lo que hay que agradecer al difunto, que él es nexo de unión y de encuentro. Son momentos de pena y lágrimas y de risas y alegrías. Y es bonito que sea así.
El entierro fue al día siguiente, día de mi cumpleaños. Fue por la mañana temprano y mucho más familiar. Estábamos todos los hijos y casi todos los nietos. Era un buen momento de reunión posterior. En casa de mi madre encargué unas pizzas. Mis hijos y algún sobrino compraron unos dulces -soy bastante golosa- y unas velas. Me cantaron el cumpleaños feliz. Le enterramos el mismo día en que yo, su hija mayor, llegué al mundo hace 61 años. Me parece una coincidencia bonita.
Creo que estamos viviendo el duelo -ahora se habla mucho de fases del duelo y a todo se le pone nombre- de una forma sana, con risas y lágrimas. Mi madre, una campeona, sigue saliendo a comprar, recibe las condolencias de multitud de vecinos del barrio, explica a quien no lo sabe que se ha quedado viuda.
-¿Qué voy a hacer? Hay gente a la que hace tiempo que no veo. Si me preguntan "¿qué tal?" les tengo que decir lo que ha pasado. Y claro, se sorprenden, porque le recuerdan en la iglesia en Semana Santa presentándose voluntario para el lavatorio de los pies, o paseando tan ricamente hace mes y medio antes del "ataque"
Hace una semana fue el funeral, en la misma iglesia del barrio donde yo me casé y bauticé a mis hijos, donde mis hermanos menores hicieron en su día las primeras comuniones. Era ya el último adiós social. Fue también mucha mucha gente. Una de mis hermanas y yo hicimos las lecturas. Mis sobrinos de 10 años, las peticiones por el alma del abuelo. Mi hijo, el nieto mayor, compuso una poesía - a mi padre le gustaba mucho rimar- en que resumía cómo había sido la vida del abuelo, con detalles que solo los hijos podíamos entender. Una vida plena y con salud y una muerte con los suyos, como él quería, como queríamos todos.
Y otro nieto salió sin papel. Por circunstancias de la vida ha sido el que ha estado más cerca de los abuelos. Sabía cosas de la infancia de mi padre que yo desconocía. Sabe escuchar. Fue muy breve. Agradeció los consejos de su abuelo y nos contó la frase que siempre le repetía: "En este mundo la mejor carrera es ser una buena persona"
Ante una muerte cada uno lleva la pena a su manera. Yo me estoy encargando de todo el papeleo. Veo sus carpetas perfectamente rotuladas con esa caligrafía única y se me saltan las lágrimas. Nos lo dejó todo tan organizado. Testamento, seguros, cuentas...
Ayer bajé a la piscina y pensé que este año ya no se tirará de cabeza. Ni se oirá el tecleo de la máquina de escribir, que seguía utilizando con total pulcritud. Ni me acompañará hasta mi casa cargando bolsas y diciendo que no pesan. Y me queda la pena de no haber visitado con él tantos museos como tenía previstos.
Agradezco que su enfermedad haya sido de final rápido, que no haya tenido dolores, que aceptara su final con sosiego y entereza, que haya podido conocer a 22 nietos y que haya muerto en su cama de toda la vida, con el ruido de fondo de conversaciones cotidianas y agarrando la mano de mi madre, hijos y nietos. Ha tenido una buena vida y una buena muerte.