domingo, 31 de enero de 2016

Secuestro a las ocho

El otro día Augusto, el director de mi oficina, me comunicó, con cierta malvada complacencia, que se acababa mi situación actual, que a partir de ahora yo también tendría tareas comerciales y que debía entrar diariamente con el resto de la plantilla a la reunión de las ocho en su despacho, con la puerta bien cerrada, aguantando el aire sahariano que sale de su aparato climatizador.

Aún estoy esperando una comunicación de mi Banco en firme, por escrito, en que se me diga qué tareas tendré a partir de ahora, porque de momento sigo con la misma categoría profesional, el mismo sueldo y, salvo la reunión, sigo haciendo lo mismo, a Dios gracias.

-Entonces repartirás mis tareas de caja entre todos ¿no? -le  respondí al director- Para poder explicar y abrir cuentas a los clientes, que no les voy a tener aquí de pie, abriéndoles la cuenta, con lo que se tarda ahora en gestionar todo eso.

Me miró como se mira a una cucaracha y se alejó.

Suelo llegar después que Augusto a la oficina. Él llega cinco minutos antes de la hora, se sienta rodeado del denso calor de su despacho, lee los periódicos y trastea con el móvil.

Mientras, yo desconecto alarmas, abro la caja, cuento y ordeno el dinero, enciendo mi pantalla, abro el correo, saco unos aburridos informes diarios para la reunión y oigo a Augusto repetir la cantinela diaria:

-¡Vamos, que tenemos reunión!

Si un dibujante de cómics plasmara la escena, yo saldría con rayos, sapos y culebras por encima de mi cabeza, dentro de esos círculos que simulan el pensamiento del personaje.

Entro y allí están, expectantes, el resto de los compañeros, esperando a que el jefe apague el móvil, alinee unos papeles en la esquina superior derecha de la mesa y grape unos documentos con la grapa justo en el ángulo exacto que a él le gusta.

-Lupe, ¿cómo va esa hipoteca?

-Bien, firmamos en dos semanas.

-Anota que has de confirmar con el cliente el valor del contenido para el seguro de la casa. Y el otro seguro, el de vida, lo tiene que hacer sí o sí. Esas son las condiciones.

Lupe, bien mandada, anota todo en un cuadernito.

Maripi también recibe encargos. Y reprimendas por no haber conseguido retener el plan de pensiones de D.Facundo y no haber captado más dinero para fondos de inversión. El reloj desgrana minutos con un "tic-tac" imperceptible. Me hago el firme propósito de no mirarlo.

Hablan de objetivos trimestrales, de desviaciones, de "comparativas" con otras sucursales, de nuestro lugar en la lista -perdón, "ranking"- de oficinas de la zona.

A mí me entrega unos cuantos cheques para ingresar y un taco de impuestos y multas para cargar en la cuenta de una empresa.

-¿Para eso me hace perder el tiempo? -me pregunto.

La hora de apertura al público ha llegado y Lupe, mi jefa, me mira de soslayo. Mentalmente, nos comunicamos:

-Zarzamora, es la hora de abrir. ¿Vas a decírselo a este pelma? ¿Piensas levantarte?

-¿Moverme yo? Ni loca. Aquí sigo, en estado de hibernación, a órdenes, que hay mucho jefe y soy el último mono de la oficina. Todos veis el reloj.

Lupe sonríe, yo también. Augusto no se entera de nuestra conversación telepática. Seguimos secuestrados mientras él contesta una llamada telefónica que a todos nos da igual.

Estoy escarmentada porque en una reunión esporádica, meses atrás, yo insistí en levantarme y abrir al público cuando se aproximaba la hora, y el director me lo impidió.

-¡Que esperen, aún no hemos acabado y esto es importante! -me frenaba lacónico, mientras yo volvía a sentarme.

El tiempo va pasando, desconozco si el público se va acumulando fuera o si hoy la gente está aún en casa guarecida del frío.

Por suerte, alguien toca el timbre de fuera. Una, dos, tres veces. Suena a cabreo, a prisa. Entonces sí, Augusto mira el reloj y dice:

-Anda, Zarzamora, abre. ¡Pero qué impaciente es la gente!

Salgo al patio de operaciones, más fresco. Abro diez minutos después de la hora y entran cuatro personas. Buenas personas, buenos clientes. Su enfado lo han dejado pegado al timbre. Me ven y sonríen a pesar de la espera.

Deseo que un día entre alguien realmente cabreado, y reclame. Y que Augusto tenga que lidiar con él. Me aburren esas reuniones. Mientras yo empiezo a trabajar, el resto aún sigue escuchando al director. ¡No, si encima tengo que estar contenta porque yo siempre soy la primera en salir de ese despacho agobiante!





4 comentarios:

  1. ¡Madre mía! conozco jefes déspotas e insoportables, pero este Augusto es el "Más Grande" de todos ellos, se lleva la palma al más pelma.
    Entrada de las tuyas: Humor negro, irónico y refrescante para empezar un lunes.
    Abrazos

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Es pelma si. Tampoco es tan désposta. Es tan, tan pesado. Empezó mi lunes y hoy ha estado tranquilito. Que siga así esta semana. Saludos.

      Eliminar
  2. Zarzamora, corazón, ¡santa paciencia! Y es que a los jefes les gusta una reunión más que el comer. ¿Qué les entrara por el cuerpo a los chiquillos? No lo sé, cómo nunca he sido jefe. Abrazos.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Ja, ja, ja. ¡Cuánta verdad! Es un chute para su ego. Un abrazo.

      Eliminar