martes, 12 de enero de 2016

Malos humos

En la serie de televisión española "Olmos y Robles" que finalizó hace unos meses -os la recomiendo si emiten una segunda temporada- la hostelera del pueblo presumía de tener una nariz a la que no se le escapaba nada, ni el aroma de los buenos vinos de la zona, ni el olor a muerto en una habitación de su hostal. Sin llegar a tener un apéndice nasal tan fino, yo tampoco me quejo de mis habilidades.

Mi nariz está especializada en detectar olor a tabaco. Distingo perfectamente el humo de puro -pestilente donde los haya-, el de pipa, el de cigarrillo y el de porro. Quizá por lo mucho que odio el tabaco. Uno de mis clientes se enorgullece de no haber probado jamás la Coca-Cola. Yo, de no haber dado en la vida una calada a un cigarrillo.
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Uno de los días más felices de mi vida fue cuando se prohibió fumar totalmente en los centros de trabajo (2 de enero de 2011, hace nada realmente). No os voy a detallar mis padecimientos a lo largo de toda una vida aguantando humos ajenos en el colegio, en el instituto, en la Universidad -durante los exámenes el humo, densísimo, se podía cortar-, en los distintos lugares de trabajo, en autocares, trenes, aviones, en la consulta del médico, en restaurantes, centros comerciales... Mis bebés, dentro de mi tripa, seguro que percibían la nicotina que los clientes y compañeros de la oficina de mamá exhalaban sin ningún remordimiento. 

Fumar era cosa de machitos, mujeres liberadas y modernas -o que pretendían parecerlo-, ejecutivos estresados -o que lo simulaban encendiendo pitillo tras pitillo-, adolescentes acneicos jugando a ser adultos desinhibidos. Se relacionaba con el ocio, la diversión, la comunicación, la risa. Algunos lo usaban para tener algo que hacer con unas manos sin iniciativa propia. Hasta el hombre duro de Marlboro dejaba entrever una maravillosa comunión entre tabaco y naturaleza. Nadie hablaba del olor a tabaco impregnado en camisetas, bragas, pelo. Nadie parecía percibir la peste en los lugares cerrados en los que se generaba un nauseabundo cóctel de tabaco, sudor y fritangas. Nadie parecía hacer ascos a besar ceniceros humanos.

Perdonad la extensión, pero he sufrido tanto, tanto, que ahora no tolero que nadie se salte la ley.

Esta mañana han invadido la sucursal unos cuantos obreros de edad madura -los jóvenes son mucho más legales- para arreglar temas eléctricos. Los sótanos estaban invadidos por cables y herramientas. En una visita a los lavabos he notado olor a tabaco.

-Lupe  -le digo a mi jefa- ven conmigo y huele.

Lupe, como siempre, medio congestionada, no tenía hoy la nariz muy fina.

-Mira, yo es que no huelo nada, pero nada, nada. Pero si tu crees que están fumando por ahí abajo...

-¿Me das permiso para cantarles las cuarenta?

-Por supuesto- me respondió riendo- Sabes que te apoyo al cien por cien.

Bajé a los sótanos. Allí, sin ventilación y rodeados de archivadores de cartón por los cuatro costados, estaban los operarios haciendo taladros. El olor era más fuerte. No les pillé "in fraganti", pero dió igual. Mis propios malos humos, acumulados durante toda una vida de sometimiento al tabaco ajeno, salieron al exterior.

-A ver, ustedes han estado fumando aquí -les dije sin asomo de duda.

Les pilló tan de sorpresa que yo me hubiera dado cuenta de algo que intentaban ocultar, que solo acertaron a confesar, titubeantes:

-Sí.

-Pues ya saben que aquí no se puede fumar, y si lo vuelven a hacer se les puede caer el pelo. ¡A fumar, a la calle!

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¡Qué a gusto me quedé! Menos mal que por fin los no fumadores podemos defendernos. Qué bien que mis hijos no tengan que vivir lo que yo he vivido, que puedan hacer sus exámenes en la universidad con tranquilidad, y no tengan que abandonar antes de tiempo, como hacía yo, sin apenas repasar las respuestas, un aula que era una torturante cámara de gas. Qué bien volver a casa con la ropa y el pelo limpios, oliendo todavía a suavizante y colonia.

Pasará el tiempo, se dulcificarán los recuerdos, y esta época de mi vida acosada por los fumadores será como un lejano mal sueño en mi memoria.



4 comentarios:

  1. Zarzamora, te noto alterada, soliviantada precisamente ahora que acabamos pasar este tiempo navideño de paz alegría y comprensión. Asemejas a una walkiria con ígnea mirada fulminando a esos pobres enanos marginados, seguro que masones, diciéndoles -Fuerrra de mi castillo malditos rrréprobos-

    Qué será cuando lleguen los tiempos de los ayunos y abstinencias, nada de carne ni caldo de carne, flagelaciones, encapuchados con cirio y mirada siniestra … ni me lo imagino.

    Una cosa te concedo, no puedo admitir que, prendas interiores que deben oler a la piel que tocan, huelan a nicotina. Fuera el tabaco. ¡Qué coño! Disculpa, pero a Camilo que hablaba y escribía así, le dieron un Nobel .

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    1. Me gusta lo de walkiria, pero me temo que ya no tengo su esbeltez. Aunque hay quien dice que la mala uva ayuda a envejecer mejor. Ja, ja, ja. No sé si probar más a menudo. Un abrazo.

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  2. A mí me suena que la salvadora ley que prohibió el tabaco en los lugares de trabajo que no fueran bares y restaurantes, llegó bastante antes del año 2011, creo que en 2005 o 2006. Lo recuerdo porque, por aquel entonces, tras varios años trabajando en empresas en las que, por iniciativa propia, se prohibía fumar en el centro de trabajo, fui a caer en otra en la que la que la "libertad" reinaba para gozo de unos y desgracia de otros. Nunca me sentí más cerca de nuestro amado ZP que en aquella época. El único momento tabaquil se reducía entonces a la hora de comer, pero el placer de no tener que aguantar humos durante las ocho horas de trabajo ya era suficiente motivo de alegría como para soportar a algún que otro "gourmet" de esos que reniegan del sabor de la comida mientras encienden un cigarro entre plato y plato.

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  3. Quizá mezclo la prohibición en trabajos y la de restaurantes. Podría ser. gracias por tu aclaración.

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